jueves, 1 de diciembre de 2011

Poesía humana

He tenido la oportunidad de acudir a muchas obras de teatro estos últimos días. A todas entré sin pagar, y no es porque sea una persona importante, las entradas son gratis durante el Festival Internacional de Teatro Puebla. He disfrutado mucho de cada una de las puestas en escena. Además, me entusiasma que ya a una hora antes de la función la fila para entrar estaba garrafal. Qué bonito es ver a tanta gente reunida para disfrutar de la poesía humana, el teatro.

Mi acompañante era mi leal cámara, las personas que invité tienen la idea de que el teatro es aburrido y para viejitos. Y pensándolo bien qué bueno que nadie me acompañó, así me di la oportunidad de observar lo que pasaba antes, durante y después de cada acto. Con la gente que estaba sentada alrededor mío se me ocurrían historias, como si ellos mismos fueran parte de una obra de teatro.

¿Quieren un ejemplo? Es que no tengo un ejemplo, tengo muchos. Un cómico italiano lo está haciendo muy bien en su presentación de teatro de calle. La gente le aplaude, se ríe, lo acepta con gusto. Llega el momento del truco de destreza más difícil de su actuación, pero se equivoca y no lo logra. Lo vuelve a intentar y los nervios lo traicionan otra vez. Se disculpa penoso con el público, con su poco español y una voz temblorosa. El público le aplaude fuerte. En su mejilla una lágrima.

Un grupo de actores están a punto de montar un show de improvisación. Hay muchos niños en el público. Mientras los actores se preparan una persona reparte pelotas de plástico a los espectadores, los niños corren hacia esta persona porque no se pueden quedar sin pelotas. Empieza el espectáculo y una de las actrices que le hace de árbitro indica al público que si no les gusta la improvisación, pueden arrojar las pelotas a los actores. Nadie arroja pelotas durante el show, al contrario, todos sonreían con las improvisaciones de los personajes. Llega el final del espectáculo, la gente aplaude. Un niño se emociona y avienta una pelota y, oh problema, el resto de los niños se acerca al escenario y empiezan a aventar sus pelotas, eran miles. Uno de los actores piensa: eso, eso sí es improvisación. Él sin darse cuenta empieza a aplaudir, esos aplausos iban dirigidos a los niños.

Una pareja con una hija de un año y otra de cuatro se forman en la inmensa fila para entrar al teatro. La niña más pequeña está dormida en brazos de su padre, pero la más grande se queja mucho: “mami hay mucha gente”, “papá, tengo sueño”, “¿cuándo vamos a entrar? Tengo frío”. Después de media hora de espera los cuatro se encuentran sentados en las butacas. Dentro de la obra que van a ver participan actores como Alan Estrada, Pierre Angelo, Sofía Zetina, Maricarmen Vela, Édgar Vivar y Heriberto Méndez. La niña de cuatro años en realidad no estaba disfrutando de la obra y jugaba con su asiento y con el cabello de su mamá, además se seguía quejando. De repente sale Édgar Vivar a escena y coincide con que la niña alza su mirada. Se le iluminan los ojos y no puede evitar decir en voz alta: “¡Mira mami, es el Señor Barriga!”. A partir de entonces la niña ponía atención a todos y cada uno de los movimientos del actor, que aunque interpretaba a un papel completamente diferente, la pequeña estaba convencida de que era el Señor Barriga.

A mí no me gustan y hasta me dan miedo los payasos, pero vi a uno estupendo. De esos que se burlan de la vida y de sí mismos en lugar de burlarse de los demás. Aziz Gual es el nombre de este payaso, de esos payasos que dan ternura en lugar de que uno los odie. El escenario imitaba a una carpa de circo, los niños querían su lugar lo más cerca posible. Durante el acto se rieron, yo también, y mucho. Llega la parte dramática de su acto, Aziz se sienta y pone una mesita frente a él. Se quita su sombrero, se quita su peluca morada, se quita sus enormes zapatos. Agarra una toallita húmeda y limpia su cara, se queda sin maquillaje. Una niña me voltea a ver sorprendida yo encojo los hombros. El payaso sigue quitándose el maquillaje con una mirada extremadamente sincera. A mí se me ocurre observar al resto de los niños. Unos boquiabiertos, otros con mirada triste, otros no se lo creen, uno tenía una expresión de conmoción en su rostro pues él también le temía a los payasos, pero Aziz era diferente.

Una señora ya grande llega con su hijo al teatro, ella convencida de que una obra con sólo dos actrices no es una obra real. “Las Analfabetas” se llamaba aquella puesta en escena. La señora no estaba de humor, su hijo trataba de decirle que la obra ya se la habían recomendado y había ganado muchos premios allá en Chile. La señora seguía renuente. Dan la tercera llamada. La obra es estupenda y las actrices más. Ellas tan asombrosas. La señora voltea a ver a su hijo, le toca el hombro y le dice al oído: “tenías razón”. Cuando termina la obra, la madre se pone de pie a aplaudir y obliga a su hijo a que también se pare.

El escenario ya está montado en la Plaza de la Democracia, es un ring de lucha libre. Ya hay gente esperando a que empiece el espectáculo. Llega un señor con botas de construcción, su camisa llena de cemento y sus manos blancas porque ya trabajó todo el día en la edificación de aquella casa en el centro de Puebla. Cansado, y su atención captada por el ring de lucha libre, se pasa a sentar en una de las sillas. Aunque él espera una lucha máscara contra cabellera, se lleva la sorpresa de que en realidad son equipos de actores que se enfrentan en series de improvisación. Se escuchan las carcajadas del señor; ese momento del día fue su escape a su jornada de trabajo, a los problemas de su casa, a la batalla diaria de llevar comida a su familia.

Después de todas estas obras, y las que faltan, me ha dado por pensar que no hay pretextos para no ir al teatro. Qué triste la realidad de las personas que están de ermitañas en sus casas y no acuden al Festival, se pierden de mucho. Pero bueno, mi cámara y yo seguiremos capturando más momentos increíbles de ésta poesía humana.